Entre los muchos momentos cumbre de la historia de la música pop que el músico (forma parte del grupo Saint Etienne) y crítico musical Bob Stanley recoge en su divertido ensayo Yeah!, Yeah!, Yeah!: uno de los más llamativos fue la destrucción masiva de vinilos que se celebró en un estadio de béisbol en julio de 1979.
La Disco Demolition Night fue instigada por el locutor de radio Steve Dahl, y venía a sumarse a un movimiento en contra de la música disco que venía fraguándose con lemas como «Muerte a la música disco» o «Mata a los Bee Gees» que lucían en camisetas que anunciaba la revista Rolling Stone (guardiana de las esencias más puras del rock). La música disco que saturaba las listas de éxitos del momento era considerada una aberración para los supuestos puristas del rock. Pero en esa defensa de la «música de verdad» asomaban la patita cierto desprecio racial (la mayoría de la música disco provenía de músicos negros) y una nada disimulada homofobia: por haber sido la banda sonora de una liberación sexual a través de las pistas de baile.
Como relata Stanley esa tarde de julio de 1979 un total de 50.000 personas corearon a pleno pulmón: «DISCO SUCKS» (El disco apesta) mientras un Steve Dahl disfrazado de militar hacía explotar un contenedor con diez mil vinilos de este género musical en mitad del estadio.
En los Estados Unidos siempre han sido proclives a esto de quemar manifestaciones de la cultura popular en público. En los 50, a raíz de las teorías del psiquiatra Fredric Wertham en contra de los cómics por, según él, incitar a los jóvenes a la delincuencia: también se organizaron quemas públicas de cómics. Tal vez vista la tradición que existe en el país, al igual que nosotros hemos importado la celebración de Halloween que no nos tocaba nada: los estadounidenses deberían importar nuestras hogueras de la Noche de San Juan. Pero en vista de los tiempos que corren en el país de Donald Trump mejor no damos ideas peligrosas, que las cazas de brujas ya vienen solas sin necesidad de inspirarlas.
Pero volviendo a los discos, ¿quién sabe si en breve la proliferación de vinilos entre los que aún consumen música de manera tangible llegará a provocar una campaña tipo «Compact Disc sucks«? Lo dudamos aunque para los más puristas sea una idea recurrente, pero en todo caso a la vista de los CD volatineros con que engalanan sus balcones muchos vecinos: parece que el soporte CD tiene asegurada una segunda vida como espantapájaros.
En el etéreo mundo digital no procede encariñarse con nada físico, porque siempre hay algo nuevo más volátil aún que lo hará desaparecer: lo fungible llevado al extremo (lo malo es que también se está aplicando a las personas). Por eso no es de extrañar que el viejo sueño medieval de transformar el plomo en oro ahora sea traduzca en la búsqueda, también de tintes alquimistas, de alcanzar un soporte duradero.
Marilyn Monroe lo decía en Los caballeros las prefieren rubias: «los diamantes son los mejores amigos de las chicas«; y Shirley Bassey lo refrendaba para James Bond: «Diamonds are forever» («Diamantes para la eternidad» que se tradujo aquí la cinta de la saga James Bond en la que dicho tema sonaba en sus títulos de crédito). Y si Marilyn y Shirley lo decían de manera tan tajante habría que haberles hecho caso antes.
Nunca es tarde han pensado en el City College de Nueva York, donde han patentando un nuevo método de almacenamiento de información en diamantes industriales. Cualidades como su dureza, su capacidad para ser regrabables, y su longevidad: lo convierten en el material idóneo. Toda vedette o estrella de la antigua escuela sabía de la importancia de las joyas de cara al futuro; y ahora esa sabiduría estelar refulge como nunca en la era de la información.
Este almacenamiento en diamantes viene a sumarse al también célebre últimamente: papel de piedra. La compañía australiana Hustle está detrás de la comercialización de la primera libreta fabricada enteramente con papel de piedra. Un papel elaborado partir del carbonato cálcico presente en rocas calizas, y que una vez convertido en polvo se mezcla con polietileno para dar como resultado un papel más ecológico, impermeable, y que repele también a los insectos librófagos.
En una reciente visita escolar a una biblioteca (llamémosla Y): un escolar ante el alarde de conocimientos, diversión y aventuras que el bibliotecario les prometía mientras les mostraba las estanterías repletas de libros, levantó el dedo para formular una pregunta: ¿Y cuántos bosques han tenido que destruir para que la biblioteca tenga tantos libros? Esos locos bajitos que diría Serrat, o esos energúmenos toca…. que pensó el bibliotecario. El caso es que no deja de resultar curioso este resurgir de materiales antediluvianos para atrapar lo evanescente de lo digital. Todo vuelve que diría un experto en moda: la piedra Rosetta más tendencia que nunca en este juego de Piedra, papel, tijera en el siglo del Big Data.
Lo que difícilmente resurgirá de sus cenizas serán los pergaminos o los códices; mientras los libros impresos tal y como los conocemos revalidan su formato, sea en papel reciclado, de pulpa o de piedra. Muchas reconversiones artísticas se llevan practicando en los últimos años con los libros desahuciados (y de algunas dimos cuenta en Las tripas de la lectura); pero la que no había detectado nunca nuestro radar de curiosidades es la de su transformación en instrumentos musicales.
El bibliófono es el invento del profesor de la Universidad de Carleton en Otawa, Jesse Stewart, que no es otra cosa que un xilófono construido con libros viejos. Su presentación en sociedad fue en mitad de la biblioteca universitaria en la que dio hace unos días un concierto.
Stewart va rastreando la sonoridad en todo tipo de objetos desde hace tiempo, pero encontrarla en enciclopedias, diccionarios o manuales caducos requiere valorar elementos tan bibliotecarios como: la encuadernación, el grosor, el tipo de papel utilizado, los materiales, etc… Así por ejemplo la combinación tocho+papel fino que proporcionan los diccionarios son especialmente apreciados por el profesor-inventor para conseguir mejores efectos sonoros.
El invento del profesor canadiense nos lleva a fantasear. Puede que las características físicas de los libros sean las que determinen los sonidos: ¿pero y los contenidos? ¿Qué género musical se ajustaría mejor si nos dedicamos a aporrear obras de Kazuo Ishiguro, Philip Roth, Lucía Berlín, Paul Auster, E.L. James, Wallace David Foster o Jesús Carrasco? Ahí lo dejamos, estas combinaciones percusión-estilos literarios igual nos dan para otro post más adelante. De momento se admiten sugerencias. Pero para cerrar el post lo tenemos claro, aunque sólo sea por reventar a Steve Dahl (no podía ser de otro modo siendo como somos instigadores de lo #bibliobizarro): ¡¡Viva por siempre la música disco!!!
About Vicente Funes
Vicente Funes, técnico especializado bibliotecas. Gestor de las redes sociales de Infobibliotecas. No dudes en contactar conmigo en: vfunes@infobibliotecas.com