En su famoso ensayo La tercera ola (1980) el sociólogo y futurólogo Alvin Toffler vaticinó:
“Un analfabeto será aquel que no sepa dónde ir a buscar la información que requiere en un momento dado para resolver una problemática concreta».
La que Toffler definió como la tercera ola es la revolución en la que estamos inmersos desde que a mediados de los 90 surgiera Internet. Pero, cuarenta años después de la publicación de su ensayo, la ola que nos arrasa es la segunda de una pandemia.
El poder antipatorio de Toffler no alcanzó, ni tenía porqué, al efecto de aceleración que podría ocasionar una pandemia global para que la ola tecnológica se dejara caer con más fuerza. El autor, también del ensayo El shock del futuro, situó acertadamente su tercera revolución en la tecnología. Pero tampoco se olvidó del factor humano:
«La sociedad necesita personas que se ocupen de los ancianos y que sepan cómo ser compasivos y honestos. La sociedad necesita gente que trabaje en los hospitales. La sociedad necesita todo tipo de habilidades que no son sólo cognitivas, son emocionales, son afectivas. No podemos montar la sociedad sobre datos».
Estas palabras resuenan si cabe aún más oportunas en este 2020 que los aciertos que supo adelantar sobre la sociedad de la información. No podemos montar la sociedad sobre datos. Pero estamos rodeados de datos. Datos sobre contagios, muertes y hospitalizaciones. Pero para algunos lo más estresante es quedarse sin datos en el móvil para poder enviar whatssapps y planear quedadas o consultar el Instagram.
Estamos sobre la segunda ola del Covid-19 y sobre la tercera ola de la revolución global. Y como dijo el mítico surfero Gerry Lopez: «surfear es bailar con las olas«. Así que no nos queda otra que bailar aunque sea con la más fea. La amenaza de nuevos confinamientos pende sobre nuestras vidas con su efecto paralizante.
Mientras, esos ancianos de los que hablaba Toffler precisan de más compasión y honestidad que nunca: el derecho (porque así lo reclaman) a la diversión de otros no entiende de solidaridad, ni civismo. Eso ha derivado en una estigmatización del ocio nocturno que amenaza con la ruina del sector. En este blog somos muy dados a glosar las virtudes de las bibliotecas y su potencial aún por explotar. Pero ni siquiera aquí tendríamos la osadía de presentar a las bibliotecas como alternativas a ese tipo de ocio (¡ejem!).
Si bien es cierto, que con fines diferentes al simple hedonismo, las bibliotecas han adaptado algunas de las propuestas que se pueden encontrar dentro de ese ocio nocturno. Según explicaba el lingüista aficionado Saul H. Rosenthal en su libro Todo el francés que usas sin saberlo: las palabras biblioteca, discoteca y disco (en este orden evolutivo) establecieron un auténtico baile desde su origen francés. En su peregrinar llegaron a colarse en el inglés y derivaron en el, globlamente aceptado, término de Disco para referirse a los hábitats naturales de los Travoltas de turno.
Pues bien, poco antes de la pandemia, las Silent Disco en bibliotecas conocieron una revitalización a cuenta del censo electoral en los Estados Unidos. Fue exactamente en la Biblioteca Pública de Chattanooga en Tennessee. A raíz del programa de subvenciones de la ALA para impulsar los esfuerzos de divulgación del censo: las bibliotecas beneficiarias tenían que poner en práctica distintos proyectos. La de Chattanooga (con ese nombre venía rodado) optó por las fiestas de baile silenciosas en la biblioteca. Usuarios que bailan con los cascos puestos al ritmo de las melodías que escucha cada uno.
Con menos, la coreógrafa Blanca Li, te monta un ballet de lo más vanguardista. Y es que estas fiestas silenciosas en bibliotecas, vistas desde fuera, dan pie a interpretaciones de lo más variado. ¿Metáfora llevada al extremo del aislacionismo al que nos podían abocar las nuevas tecnologías según las visiones de Toffler? ¿Representación en movimiento del consumo cultural fragmentado al que nos hemos habituado? En cualquier caso, siempre que se añadan mascarillas y se cumplan la distancia de seguridad: las Silent Discos son una alternativa en estos tiempos de escasez.
Esperamos que los bibliotecarios de Chattanooga pudieran difundir la suficiente información sobre el censo (tan importante para las elecciones) entre los ensimismados danzarines. El agónico recuento podría ser una muestra de que los bailes se han terminado concretando en votos.
Otra opción de ocio nocturno, o al menos vespertino, son las escape room. Unos locales que han proliferado en los últimos tiempos en muchas ciudades. Las características en sí de este tipo de locales casan mal con las medidas de seguridad exigidas por la situación de emergencia sanitaria. Los escape room suelen representarse en espacios reducidos; en muchas ocasiones, laberínticos. Algo que no se aviene con la necesaria distancia de seguridad y la contención de aerosoles cuando se vive una trepidante aventura contrarreloj en grupo. Una pequeña ayuda para su supervivencia puede provenir de su alianza con las bibliotecas.
En la Biblioteca Regional de Murcia, con motivo de Halloween 2020, se organizó el segundo escape room en streaming aprovechando las instalaciones de la biblioteca.
La empresa local Mystery Motel Murcia en colaboración con el equipo del centro dieron forma a la aventura. Un cóctel de referencias literarias, cinematográficas con homenaje incluido al bibliotecario más sangriento: el gran André de Lorde (1871-1942). Las salas, depósitos, sótanos y espacios del centro sirvieron de laberinto para la humorista Raquel Sastre que, a través un directo de Instagram, seguía las indicaciones que le daban los seguidores (o no) de la biblioteca para ayudarla a escapar.
Obviamente, ni las discotecas, ni los locales de escape room pueden sobrevivir a esta situación por su simple alianza con las bibliotecas. Pero en estas circunstancias cualquier sinergia, cualquier alternativa, es una ayuda.
Surfear las sucesivas olas de la pandemia proyectando la biblioteca como centro de ocio digital gracias a las redes. Pero, tal vez, la limitación que más frustración provoca es la de no poder mitigar, con más determinación, la brecha digital que los cierres forzosos de bibliotecas están ahondando. En las bibliotecas del condado estadounidense de Orange han lanzado un programa para ayudar a solventar, en la medida de lo posible, esta situación.
Las OC Public Libraries han lanzado un programa de wifi sobre ruedas para atender a las barriadas y sectores de la población más desfavorecidos. Se trata de remolques con antenas que permiten la conexión wifi y se ubican en determinadas zonas dando acceso a unos 150 vecinos en un radio de cerca de 300 metros. Esta iniciativa ha proliferado no solo en el ámbito bibliotecario. Incluso empresas de transporte escolar han puesto en marcha este servicio.
Según detalla la noticia del ‘Daily Pilot’ no se necesita mucho más que un pequeño router y una antena en el techo. En nuestro país hay 80 bibliobuses en diez comunidades autónomas: ¿resultaría muy costoso añadir este wifi sobre ruedas para dar conexión a Internet, en poblaciones o barrios desfavorecidos, durante determinadas horas del día? Estableciendo un horario fijo se lograría que, al menos los estudiantes, pudieran disponer de conexión para llevar a cabo sus trabajos escolares. Eso por no hablar de otro tipo de recursos que las administraciones podrían habilitar para facilitar este servicio a través de las redes de bibliotecas.
En definitiva, ideas, proyectos, iniciativas y experimentos (con gaseosa) con los que intentar afrontar un momento lleno de incertidumbres. Todos surfeamos como podemos esta situación, estableciendo alianzas nuevas o reforzando las existentes. Maneras de guardar el equilibrio mientras nos preparamos para salvar la próxima ola. Como escribió Virginia Woolf en su novela Las olas: «serán como las olas del mar sobre el cual flotaré».
About Vicente Funes
Vicente Funes, técnico especializado bibliotecas. Gestor de las redes sociales de Infobibliotecas. No dudes en contactar conmigo en: vfunes@infobibliotecas.com