Como cada año el informe de la Federación del Gremio de Editores sobre la lectura en nuestro país ha sido noticia. Una vez más los porcentajes estadísticos que proporciona han dando pie a titulares y análisis que van camino de convertirse en toda una tradición, algo así como las crónicas que cada 22 de diciembre se emiten sobre los ganadores de la lotería (pero a la inversa, donde allí hay alegría, aquí siempre hay decepción). Pero ya sabemos por los políticos que a las estadísticas se las hace decir lo que uno quiere; así que no vamos a darle más vueltas al asunto, bastante se ha hablado ya. Es preferible fijarse, cual manual de autoayuda, en historias ejemplarizantes que nos eviten cualquier asomo de abatimiento bibliotecario.
Porque seamos sinceros, ¿qué bibliotecario en un momento de debilidad, o mejor, de duda: no ha pensado en dejarse llevar por la creatividad al rellenar los formularios de Alzira del Ministerio?, ¿quién ante el insondable misterio de toparse con que el número de ejemplares difiere según la búsqueda en el programa se haga de una forma u otra: no ha optado por quedarse con la cifra que mejor le cuadra con el resto?
Que tire el primer tejuelo aquel o aquella (y lo sentimos pero esto no es lenguaje inclusivo, es simplemente un redoble de tambor para dar más peso a lo que sigue): que no ha tirado por lo alto o por lo bajo en: número de usuarios-actividades-ejemplares-servicios… cuando le ha interesado para engatusar al político de turno, o dar lustre en los medios a su biblioteca.
Por eso empatizamos en el delito con el responsable de la Biblioteca del Condado de East Lake (Florida), George Dore, y su auxiliar de biblioteca, Scott Amey. Porque en Infobibliotecas nada de lo bibliotecario no es ajeno.
Chuck Finley, así se llamaba el usuario tan, tan asiduo de la Biblioteca de East Lake que él solo se había prestado un total de 2361 libros en poco más de nueve meses. Si Agatha Christie leía unos 200 libros anuales, Theodore Roosevelt uno al día, y la bibliotecaria Harriet Klausner unos 6 al día («Si un libro no me interesa cuando llego a la página 50, dejo de leerlo» arguyó para defenderse de los incrédulos) según relataba un artículo de BBC Mundo: Finley debería figurar en alguna categoría del Libro Guinness. La única pega es que el tal Finley nunca ha existido, al menos físicamente como usuario de la Biblioteca de East Lake. Pero todos sus datos, incluido su nutrido historial de préstamos, constaban en la base de datos de la biblioteca hasta hace bien poco.
En la red de bibliotecas del Condado de Lake, se distribuyen los fondos atendiendo a la demanda; de tal modo, que si pasado un determinado periodo algún título no alcanza los préstamos necesarios se retira de la circulación. Un criterio salomónico que no distingue entre best seller del momento y clásicos literarios.
Tanto para George Dore, como responsable de la citada biblioteca, como para su auxiliar Scott: este expurgo implacablemente estadístico les suponía un suplicio. Y cual doctores Frankenstein decidieron crear al usuario de biblioteca ideal. Un voraz lector cuya compulsión permitía salvar a muchas de las obras en las que nadie reparaba. Que su nombre, Chuck Finley, coincidiera con el de un jugador de béisbol jubilado que durante 17 años desarrolló su carrera en la liga mayor: fue algo completamente accidental (o no).
Pero este celo bibliotecario desmedido no ha servido de atenuante para el despido del bibliotecario. La investigación que ha originado, como tanto gusta decir a determinados políticos: puso en marcha la máquina del fango y salpicó a toda la red. Dore arguyó en su defensa que otras bibliotecas de la red también tenían carnés institucionales o «dummies» (tontos) para «salir favorecidas» en las estadísticas. Toda una intriga bibliotecaria que en manos de un guionista talentoso podría convertirse en película hollywoodense.
Y también en el este de los Estados Unidos, pero en 1914: Theodosia Burr Goodman dejó atrás su ciudad natal para inventarse una identidad, o mejor dicho, para dejar que se la inventasen. Pese a que ya había cumplido los 30, una edad peligrosa para una aspirante a estrella: un estudio de la meca del cine la reinventó para fascinar al público.
De repente, Theodosia pasó a llamarse Theda Bara, dejó de ser la hija de un comerciante judío de Cincinnati para ser la hija de una concubina egipcia y de un artista francés, nacida en el Sáhara, y sacerdotisa de oscuros rituales del Oriente.
Ella fue la primera vamp, la primera estrella prefabricada, la mujer fatal que venía a distraer las mentes de las macabras estadísticas de bajas en el frente que llegaban de un mundo sumido en la Primera Guerra Mundial. Con biografías tan encantadoras, ¿a quién le importaba la verdad?
Theda evoca un tiempo de cartón piedra, de mentiras inocentes que se hacen verdades aceptadas con las que poder fantasear. Eran tiempos convulsos, como el nuestro, pero Theda hoy sólo sería una sex symbol en países pobres, aquí en el primer mundo, su exuberancia carnosa sería un insulto. La capacidad de fabulación nos ha adelgazado, casi tanto como las modelos de pasarela. Y mientras tanto, los egos engordan y engordan con las grasas saturadas de las redes sociales.
Ante este panorama, ¿quién puede reprocharle a George y Scott que hayan ideado al usuario de biblioteca perfecto? Cuidado que nadie nos vaya a acusar de incitar al «maquillaje estadístico». Simplemente es que en un mundo en el que triunfa la posverdad (aquí mismo acuñamos la posverdad bibliotecaria hace poco), en una época en que el fingimiento ha alcanzado el paroxismo, entre tanta mentira dañina: algo de inocencia, o al menos de ilusión (por aquello de no bajar la guardia) se está haciendo tan necesaria como una conexión wifi.
Por eso, desde aquí eximimos de toda culpa a esos dos pícaros estadísticos, a estos fabuladores que hicieron que los índices de lectura de su modesta biblioteca llegasen a la cuarta base gracias a Chuck. Todos necesitamos soñar, lo está dejando claro el éxito arrollador de una película como La, la, land (La ciudad de las estrellas): un musical que remite a ese Hollywood ingenuo y feliz que arrancaba con Theda. En definitiva, lo que han hecho George y Scott, no ha sido otra cosa que ponerle algo de música a las frías y asépticas estadísticas de bibliotecas.
En el último número de la revista Infobibliotecas, Mariate Alonso le ha puesto música a este invierno reuniendo algunas de las canciones que se han dedicado al mundo de las bibliotecas; y nuestro compañero Héctor Fouce (que tan excelentes maridajes crea, en cada número, entre libros, música o películas) las ha seleccionado en una lista de reproducción de Spotify que se puede disfrutar pinchando aquí. Es lo propio, concluir con música la crónica de un fraude que resulta de lo más cándido visto el panorama.
Si La, la, Land ha llegado de Hollywood para mitigar las oscuras nubes que se ciernen sobre el 2017: hace dos años el grupo Verkeren insuflaba alegría en vena con su tema Laberinto. Pura inocencia y optimismo naíf para unas coreografías bibliotecarias, tal vez menos cool que las de Ryan Gosling y Emma Stone, pero más asequibles para bibliotecarios soñadores.
About Vicente Funes
Vicente Funes, técnico especializado bibliotecas. Gestor de las redes sociales de Infobibliotecas. No dudes en contactar conmigo en: vfunes@infobibliotecas.com