El pasado 6 de diciembre moría Holly Woodlawn, actriz y cantante transgénero; pero sobre todo, superestrella inmortal gracias a ser una de las protagonistas del clásico Take a walk on the wild side de Lou Reed: cuya época de máximo esplendor fue la época dorada (aunque sería más apropiado decir plateada) de la célebre Factoría de Warhol.
No nos consta que Warhol dispusiera de una biblioteca para minorías en dicha Factoría; salvando a SCUM, el indigesto manifiesto feminazi de Valerie Solanas (la frustrada asesina de Warhol): lo visual ganaba a lo impreso entre sus paredes forradas con papel de aluminio.
Holly Woodlawn, Candy Darling, Joe Dallesandro, Edie Sedgwick o Ultra Violet vivían intensamente sus días ante la hierática mirada del profeta Andy; y lo confiaban todo al instante, sin implicarse en movimientos sociales, ni reivindicativos. Su mera existencia y su deambular por ese lado salvaje, ya ejercían como un auténtico manifiesto.
Si hay dos movimientos por los derechos civiles que transformaron el siglo XX, esos han sido: el feminismo y la lucha por los derechos del colectivo que ahora se conoce con las siglas LGTBIQ (Lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales y queer). Queda mucho por hacer, sin duda, pero la irrupción de las mujeres en todos los ámbitos de la sociedad, así como el reconocimiento del matrimonio homosexual en cada vez más países: marcan un punto de inflexión con difícil marcha atrás. Y en ese progreso, ahora se está afrontando la última revolución pendiente para este colectivo: la normalización y respeto de los derechos del colectivo transexual.
Hace unos años, la ahora Bibiana Fernández, declaraba ante la emisión de un reportaje sobre su pasado, no estar interesada en revisar nada. Según decía había pagado ya su peaje, y no quería tener que estar pagándolo una y otra vez. Correspondiéndole el papel de transexual más célebre de la historia de nuestro país, la otrora Bibí Andersen: optó desde hace muchos años por vivir su condición de mujer sin convertirse en estandarte de nada. Su simple presencia en los medios hablaba por sí sola.
El movimiento gay se ha ido desprendiendo de su capacidad revolucionaria y subversiva. Salvo las teorías queer abordadas por figuras como Judith Butler, Beatriz Preciado, Camille Paglia o Virginie Despentes: poco o nada queda del cuestionamiento del sistema que pudo tener en los 70 y 80 del siglo pasado.
Es comprensible, transitar por el lado salvaje queda muy romántico en una canción o película; pero el querer vivir el día a día con total normalidad, aún a riesgo de aburguesamiento es un deseo al que nadie escapa, sea cual sea su condición sexual. Y el mundo del espectáculo o la prostitución como únicas salidas para personas transgénero, es algo que, poco a poco, va cambiando. Y no nos referimos sólo al mundo de la moda, en el que están de rabiosa actualidad; sino en mundos aparentemente menos rutilantes. Sin ir más lejos, en el bibliotecario.
John Lawrence Cummings fue bibliotecario de la Universidad de Queensland en Australia hasta cumplir 52 años; fue al llegar a esa edad, cuando este padre de tres hijas, se decidió a cumplir el deseo que más le obsesionaba, y pasó a convertirse en Katherine Cummings.
En su libro La vida y amores de una bibliotecaria transgénero lesbiana, Katherine reunía poemas, historias cortas y ensayos en los que abordaba los problemas que se plantean a las personas que no se ubican dentro de los géneros, tal y como se entendían mayoritariamente. John, como tantos en sus circunstancias, pensó en el suicidio, pero el pensar en sus hijas le hizo desistir.
Una vez tomada su decisión, mirando atrás, Katherine no lamenta no haber sido una mujer antes; si hubiera tomado esa decisión a los 20, nunca habría tenido a sus tres hijas, sin las que ya no concibe su vida. Actualmente, la señora Cummings ayuda a todas aquellas personas con problemas de género: su faceta como bibliotecaria le ha llevado a trabajar en el Centro de Género en Sydney, y a elaborar informes sobre la violencia contra las personas transgénero.
Debra Davis acumula numerosos premios por su lucha por el reconocimiento de los derechos de las personas transgénero y del colectivo LGTBIQ en general. Esta bibliotecaria, activista transgénero, y directora ejecutiva del Centro para la Educación de Género que lleva su nombre: vivió en los 90 una batalla legal que saltó a los medios, y todo fue motivado por el uso del baño de mujeres de la Southwest High School de Minneapolis, en el que ejercía como educadora y bibliotecaria.
David Nielsen, que así fue bautizada Debra al nacer, vivió una doble vida durante muchos años. Casado y padre de dos hijas, se separó tras 28 años de matrimonio; y mientras en la intimidad se maquillaba y vestía con ropa de mujer, en su día a día ejercía como educador y bibliotecario. Fue en 1997 cuando decidió afrontar su naturaleza abiertamente, y una vez convertido en mujer: solicitó seguir ejerciendo su trabajo con los estudiantes, como lo había hecho hasta entonces. Tuvo suerte, Minnesota fue el primer estado de los Estados Unidos en proteger por ley de la discriminación a gays, lesbianas, bisexuales y transexuales.
Los estudiantes y la mayoría de compañeros se despidieron de David, y acogieron a Debra sin mayores problemas; incluso un joven estudiante de fútbol se ofreció a acompañarla hasta el coche, para protegerla, algo que no fue necesario.
El único problema lo tuvo cuando su compañera Carla Cruzan, inició una batalla legal para conseguir que le prohibieran a Debra utilizar el baño de mujeres del centro docente. Hasta a tres estamentos judiciales elevó su petición la ofendida compañera, pero sin ningún éxito. Debra siguió usando el baño de mujeres, y el resto de la comunidad educativa la siguió respetando y aceptando como docente y bibliotecaria.
Si algo tienen claro, en los Estados Unidos, los colectivos que luchan por el reconocimiento de sus derechos, es el papel fundamental que pueden jugar las bibliotecas. El empoderamiento (palabra fea donde las haya, pero muy en boga) que pueden proporcionar las bibliotecas para ayudar a la normalización y respeto del colectivo LGTBIQ (y de cualquier minoría en general), es algo que viene prácticamente desde las revueltas de Stonewall.
Pero no sólo en los Estados Unidos, en el 2012, el colectivo LGTBIQ de Canadá realizó una importante donación de fondos a la red de bibliotecas, como una manera de sensibilizar a la población en general, en combatir la homofobia. Y hace dos semanas, la comunidad educativa del condado de San Diego se reunió para tomar medidas con las que evitar el suicidio adolescente. Durante 2015, al menos cuatro suicidios de adolescentes de dicho condado estuvieron relacionados con estudiantes transgénero.
En dicha reunión, Leslie Masland bibliotecario de la Biblioteca del Condado de San Diego, propuso convertir a las 34 sucursales que componen la red de bibliotecas del condado en zonas seguras. Para lograrlo, se dispondrá de asesores en las bibliotecas para atender a los jóvenes que vivan con angustia su identidad sexual, orientándolos hacia recursos de la biblioteca que pueden ayudarles en su proceso de aceptación.
La pregunta a formular seria: ¿es tu biblioteca gay friendly? Para aquellas minorías y colectivos que aspiran a la normalización y el respeto a sus derechos: las bibliotecas resultan aliados muy valiosos. La biblioteca pública será social o no será, y un indicador de la utilidad de las mismas será su capacidad de respuesta ante realidades sociales que precisan de instituciones que las acojan y apoyen. En estos tiempos, si queremos ser mayoritarios, debemos empezar por atender a las minorías.
Después de todo, qué mejor definición de lo que debe ser una biblioteca del siglo XXI, que la biblioteca transformista (o directamente travesti) que es capaz de travestirse con ropajes lúdicos, divertidos, seductores y renovados.
Y aunque hayamos dejado atrás ese lado salvaje, vamos a cerrar con rabia y furia. Hedwig and the angry inch (Hedwig y la pulgada rabiosa) es un musical punk rock nacido en la escena neoyorquina más underground de los 90. Su protagonista Hedwig, tras una desastrosa operación de reasignación de género, que le deja con una pulgada de pene: da salida a su frustración convirtiéndose en cantante de un grupo punk,
Hedwig no busca la complacencia, no busca aburguesarse y aparentar ser una adorable dama para que la sociedad la tolere. Hedwig convierte su trauma en un desafío, y con descaro punki provoca a quienes no son capaces de aceptarla.
Tal vez si Hedwig hubiera contado con una biblioteca cercana que le hiciera sentirse menos sola: su pulgada rabiosa no le habría empujado a tener que abrirse en canal con cada canción. Sin duda, habría sido un consuelo para Hedwig, y una gran pérdida para nosotros:
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Vicente Funes, técnico especializado bibliotecas. Gestor de las redes sociales de Infobibliotecas. No dudes en contactar conmigo en: vfunes@infobibliotecas.com